viernes, 26 de febrero de 2010

Poemanía Nº 187 - José Carlos Gallardo

POEMANÍA



la manía del poema…

Hoja literaria de aparición virtual

Nº 187/2009





“El habla común me parece la forma más

poética de expresarse. Me agrada escuchar

a la gente, me agrada sentir la precisión

con que la gente habla. Pero no creo imitar

el habla, yo trato de usarla”.

Luis Luchi.









Poeta invitado: JOSÉ CARLOS GALLARDO (*)





A imagen y semejanza





Dios está en todas partes, en los cuatro

redondos puntos cardinales. Tiene

su centro en las raíces del espino

para ser coronado humanamente.

A todas luces, como un cielo bíblico,

sale del infinito y se aparece

poniendo sus pies de altiplano

sobre las apunadas mieses.

Dios es muy pobre y vive en ranchos mudos

de barro que sostienen sus paredes.

Hace un hoyo en el suelo y se calienta

como un frío en cruz.

Luego, se muere.

Vuelve al polvo soñando

que fue polvo otras veces.

La muerte lo despierta, lo desnuda

y se lo pone frente a frente

para que el milagro perdido

de su existencia pueda verse.

Y resucita una mañana

para seguir omnipotente

a los cuatro redondos puntos

maternales de todos los vientres,

en las raíces indígenas

del semen

y en la pobreza disecada

del morir de la muerte,

antes de que Dios rompa su palabra

a mediados del siglo veinte,

¡su palabra infinita

como estas pobres gentes...!











Los desaparecidos





Muere un peón

y nadie echa de menos su ladrillo,

el andamio vacío como si le hubieran arrancado un agujero,

el plato con la fétida migaja del pan que se ha acabado...



Muere un joven

y nadie vio su muerte,

su oración bajo tierra,

su esqueleto

sin dientes,

sin los fémures quebrados...



Muere una madre en punto

y el hijo es una estéril

traducción,

una antorcha de veneno...



Muere un anciano

y no aparece

la huella de una cama,

el hospital

ni su radiografía de corazón tan grande...



Muere un pedazo de gangrena,

un libro

cuya tapa no inclina la cabeza,

una palabra exacta como un vector

o una mímica de arte abstracto...



Muere el sueño,

la sábana,

el boliche,

el sigiloso Documento de Identidad,

la madrugada a solas en la calle,

el timbrazo

como una sirena bajo la puerta derribada...



Mueren los pocos que quedaban.

Mueren

los que se anuncian con el corazón en voz alta,

aquellos que no hicieron cola en la peluquería

y tienen en el dedo una gota de metralla...



Muere conmigo aquella que me hizo

y va hacia su tumba con un duelo de pañuelo blanco...



Disponemos de un álbum nacional

con muertos llenos de fotografías,

¡un cementerio que ya tiene escrito

el epitafio desde el cual empiece a vivir la Historia!...











Eloísa, al lado







Ni siquiera el plenipotenciario diezmo de la migaja.

Había noches en que Pepe volvía con las manos

detrás de la guitarra, sin traer un duro

ni un pastel. Regresaba en un decrépito empujón

sin que pusiera en la almohada la yerra de una palabra.

Eloísa, como pavesa o ceniza

en estado de gracia, recogía

manchas de vino, borras, delatores

pañuelos, cáscaras metidas a recuerdo

de fantasía en abundancia.

La casa era la postal sepia de un día prometido,

el olor a humedad que ocupa el cuerpo de la nostalgia;

la llave colgada de su mancha; la ventana,

cubierta de polvo hecho tela metálica;

el plato en posición de tiro al blanco

y la guitarra en pie en la momia de la máscara.

Al fondo, los tres niños, deshilachas

y enredado ovillo de lana.

Por la forma precaria de llegar, ella sabía

cuánta dureza en sombra acumulaba.

Sin encender la lámpara, veía

la escena atormentada del retrete, el ritual

fosforescente del bicarbonato, el cansancio

del pantalón sobre la silla, el hueco

panteón en que se recogía la guitarra.

Pepe, en su escaso plenilunio,

maldecía, eructaba

y era un acorde o ascua la blasfemia

que caía envuelta en rayos sobre la cama.

Eloísa, sin media vuelta apenas, al borde

del abismo,

a su soledad y luto se abrazaba.













Esperanza para mañana







Acabo siendo punto de regreso:

vuelvo de pie sobre las aguas. Llamo

al suceso ignorado que me sigue

y voy andando, fantasmal, de horror

imantado y temiendo ser abismo,

hoyo seguido y cápsula servida.



Echo la voz sobre las aguas y hago

de faro catastrófico, de sueño

norte perdido entre otros signos bárbaros.

Persisto como brizna de aire a salvo

del furor y la sombra, y continúo

sucediendo el instante que inauguro.



Algo me lleva, me permite el vuelo

irracional, me erige sucedáneo

del milagro: acontezco —pavesa sin apoyo—

y no produzco mi hundimiento mismo

y voy, más ala que otras alas leves,

con la primera pregunta en el origen

ritual de mi aterrado ministerio.

Entonces

me envuelvo el cuerpo con un gesto

de horizonte vacío. Y allí espero.



Diariamente llego, me visito,

voy al lugar de mi naufragio y palpo

la solidez del agua, el hoyo firme

como si fuera el pedestal

ilusivo e inmueble de la nada.











Mujer en la arena





Recuerda un sueño prometido. Mide

un sexo en paz. Su piel se orienta

como reloj de sol. La ronda el aire

lleno de mano al horno. Se rodea

de foso indiferente. Es llama en polvo.

El mar bate un nordeste de saudades.

Y ella —tendida, untada de anestesia,

madera dulce— abraza el sol, lo amasa

y modela, ejercita su misterio.



Después, la arena se olerá en el hueco

de una mancha mojada de figura.













Mendiga dentro de la iglesia









Parece un orificio en la pared.

Vive desamarrándose de la columna,

cansada como un peso descendido

o una

eyaculación de sombra paleolítica.

No pide: aguarda.

Decrecida, tiene

un mínimo silencio en cada mano:

cuando alguien le echa una moneda, suena

su piel como una caries lastimosa.

Viste de negro, ropa sin sonido.

Su arancel es el tiempo, ¡la constancia

de memoria biográfica de los fieles asuntos!

Nadie la ve a salir ni entrar: habita

la permanencia,

y se la mira

como a una imagen más del templo,

una humedad que mancha todavía.



Cuando hay sepelios, se estremece,

remueve su honda tierra receptora,

y se hace más pequeña, imperceptible

gota de agua perdida, derramada

sombra sin sombra por el suelo frío.



A veces, mueve la mirada.

Y cae

una brizna de polvo desahuciado,

una molécula vaciada, un eco

de haber sido una vez lugar de tiempo...





La guitarra





Hasta la cama me seguía, un tono

grave y sacramental. El techo

tenía aguas puras de guitarra,

arañazos de vidrio negro, roncos

reflejos de corcheas alcohólicas.

Yo, arropado y metido entre dos rezos,

la escuchaba ganar su vida propia

y adivinaba algunas notas sueltas

como el que saca un dedo al aire

a ver

si llueve.

Fantasmal y cobre viejo,

mi padre se metía en la guitarra

como si dentro de ella

su sombra respirara, como si

fuese a sacar su alma en una cuerda.

Él tenía la vista en el silencio

y la luz encendía para oírlo.

El techo de mi cuarto

tenía círculos de sueño y aguas

de sonido esperpéntico.

Mi padre

tocaba a ciegas una luz de oído.

Yo me aprendía el eco de memoria,

el cuarto a oscuras, como si durmiera

sobre un olor

a madera temprana.

A la noche, mi padre se iba

del brazo

de la guitarra,

y le salían sones

de despedida

como una escalera

que recordase la última figura.

Yo amanecía a medianoche

como una partitura desvelada,

y escuchaba el fantasma de las notas

ir por los techos

bebiéndose las huellas de las aguas.











Acabar viviendo

A Jacinto Fuentes





Nunca amigo hecho fue de tanto tiempo

(de tanto encristalar la voz y la paciencia),

vino a vino pensado,

noche a noche tenido como sueño.

Nunca un amigo tuvo tanto techo,

tanto cuadro mirándome,

tanta verdad sufriendo por delante.

Yo nunca he sido así, tan alargado,

nocturna calle estrecha en que me sigo,

y nube sobre el hombro, como un líquido.



Nunca he sido de cuerpo,

físicamente soñador, y hablando.



Pero hablar como haciendo sueño,

como dejando un río y como cosiendo espigas

que dejan una luz por cada grano.

Pero poniendo luz como ladrillos

para poder andar por cada luna.

Pero poner la mano en el sitio de la sangre;

poder decir que el corazón es algo

que no se puede hacer con los latidos

y que es un mar cogido en una mano,

y sufrir como Dios, si aquí estuviera

hombre con hombre hablando de las cosas.



Nunca he llegado a ser pan a pedazos,

mano de nadie y menos por la espalda:

he tenido una muerte cubriéndome la vida,

he tenido una rosa tirada sobre la sangre,

he tenido allí un mar de veinte golpes

que me salían seguidos por la boca.

Y también tú, como una estrella, has puesto

agua de pan sobre mi triste labio.



Vamos a ver cómo se dice

vivir, y vida, y no vivir, y acabar viviendo,

y ser de pronto mostrador mojado

porque se me ha volcado, como un vaso, la vida.









(*) José Carlos Gallardo: nació en Granada (España) en 1925. En 1957 se trasladó a Argentina. Fue jefe de Cursos del Instituto Argentino de Cultura Hispánica y secretario de la Oficina Cultural de la Embajada de España. Periodista, conferenciante, novelista, ensayista, crítico de arte. Fue fundador y presidente del Aula de Poesía Española «Antonio Machado», en Buenos Aires. Publicó los libros de poemas: “Madrugada” ( Granada, 1946); “Hombre caído” ( «Noticia» preliminar por Antonio Aróstegui, Granada, Ediciones CAM, 1954); “Carta desarraigada a Blas de Otero” (Granada, 1956) ; “Mar que viene” (Granada, Colección El Zodiaco, 1956); “De mar en mar” (Granada, Colección de Poesía «Veleta al Sur», 1961); “Oda al Paraná” (Rosario, Argentina, Editorial Biblioteca Popular Constancio C. Vigil, 1965, Colección Artes visuales); “Después del verano” (Arcos de la Frontera, Cádiz, Colección Alcaraván, 1965); “La hora angosta” (Carboneras de Guadazaón, Cuenca, El Toro de Barro, 1967); “Amor americano” (Madrid, Rialp, 1968, Adonais); “Piedra serena” (Madrid, Editora Nacional, 1970); “El tiempo y de la muerte” (con ilustraciones de Guillermo Gulland, Buenos Aires, 1970); “Los días que pasan” ( León, Provincia, colección de poesía, 1972); “Aparición de la alianza” (Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1973, Leopoldo Panero); “La esperada transparencia” (Sevilla, Editorial Católica Española, 1973, Ángaro); “Juicio inicial al hombre” (Palma de Mallorca, Ediciones Cort, 1974); “Palabra en pena” (San Sebastián, Caja de Ahorros Provincial de Guipúzcoa, 1976); “La edad del patio” (dibujos de Paco Izquierdo, Granada, Ayuntamiento de Granada, 1978); “El polvo de los desaparecidos” (Sevilla, Colección Aldebarán, 1978); “A la orilla del tiempo” (Buenos Aires, Ed. Rodolfo Alonso, 1978); “Dolor en cera” (Madrid, Colección Dulcinea, 1979); “Crónica de las postrimerías” (Rota ,Cádiz, Fundación Alcalde Zoilo Ruiz-Mateos, 1980); “Alfabeto incendiario” (Barcelona, Víctor Pozanco, 1981, Ámbito literario); “Con arcilla en la voz” (Granada, Diputación Provincial de Granada, 1981, Genil); “Manifestación” (Talavera de la Reina, Toledo, Colección Melibea, 1981); “Jardín que sigue cerrado” (Granada, Universidad de Granada, 1982, Zumaya); “Ser a oscuras” (Aranguren,Vizcaya, El Paisaje Editorial, 1982); “Postdata previa” (prólogo de Antonio Hernández, «José Carlos Gallardo en su leyenda de luz», Cádiz, Diputación Provincial de Cádiz / Instituto de Estudios Gaditanos, 1983); “En segunda persona” (Valdepeñas (Ciudad Real), Ayuntamiento de Valdepeñas, 1983, Juan Alcalde); “Un aire imaginado” (Toledo, Ayuntamiento de Toledo, 1983); “Homilía del transterrado” (prólogo de Amalio García del Moral, Sevilla, Colección Vasija, 1983); “Memoria albaycinera” (Granada, Los Papeles del Carro de San Pedro, 1984); “Declaración jurada” (Granada, Ediciones A. Ubago, 1986, Ánade); “La soledad en fiesta” (Granada, Caja General de Ahorros y Monte de Piedad de Granada, 1986); “La otra luz” ( Jerez de la Frontera,Cádiz, Caja de Ahorros de Jerez, 1987); “Soledad sin soledades” (Buenos Aires, Libros de Hispamérica, 1989); “En la orilla la luz levanta vuelo” (León, Provincia, colección de poesía, 1989); “A los cuatro gritos” (Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1990, Escritura de Hoy); “Figuras al aire libre” (Madrid, Colección de poesía Aguacantos, 1990); “Versos a la memoria de mi padre, aún vivo” (Burgos, Ayuntamiento de Burgos, 1991); “Prueba de página. De los pájaros vengo” (Cuenca, Ayuntamiento de Cuenca, 1992, Papeles del Júcar); “El agua fue en Granada” (Jaén, Ateneo Guadalquivir de Jaén, 1993); “La mano fuera de su funda” (Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, Instituto de Cooperación Iberoamericana, 1993); “La luz tenía sabor a hojaldre” (Murcia, Editora Regional de Murcia, 1996, Poesía); “Concierto para una sola cuerda” (precedido de Carlos Baos Galán, Todavía naciendo, Cartagena Murcia, Fundación Emma Egea, 1997); “Los dominios prestados” (Tafalla ,Navarra, Fundación María del Villar Berruezo, 1998, Col. de poemarios María del Villar); “De casidas y otros perfumes” (Las Palmas de Gran Canaria, Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, 1999); “Nunca pude decirte adiós” (1956/1999, Granada, Ayuntamiento de Granada, 1999, Granadas); “Epitafio para el siglo que viene” (en Premio Nacional de Poesía «Ciudad de Purchena» 1997, 1998 y 1999, Almería, Instituto de Estudios Almerienses, 2001). También editó varios libros de narrativa y ensayos. Murió en octubre de 2008.

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